
Un astronauta decide dejar a su mujer más caliente que el palo de un churrero para irse en una misión imprevista de la NASA surcoreana. Mientras vuela en una nave que semeja un bote de pegamento, se produce un terremoto, y pronto descubriremos que ha sido provocado por Yongary, un monstruo antediluviano que quiere tomar el aire fresco y se ha cansado de las profundidades. Ante la ineptitud de las autoridades del país (y de los que no son autoridades), un niño ahostiable y un auténtico fracasado que quiere camelarse a la chati de turno, deben hacer frente al bicho antes de que el caos se expanda.
¿Es mala? Mucho. ¿Cutre? Por supuesto. Pero también divertida, porque el 60% del metraje se reduce a un tipo embutido en un traje de dinosaurio destrozando maquetas y tanques teledirigidos. Y eso mola. Las capacidades de destrucción de Yongary se reducen prácticamente a pisar edificios o derruirlos con la cola, menos algún momento puntual en el que lanza fuego por sus fauces, pero sin más relevancia. Seguramente no podía volver a usarlo hasta que no se recargara, como el KERS.
Hay varios momentos realmente divertidos, como aquel en el que los portagonistas quieren acercarse al monstruo pero un soldado se lo impide, diciéndoles: “No pueden pasar, el ejército se está ocupando de esto, no se preocupen. Manténgase alejados de aquí”. Ante la insistencia de nuestros héroes, el soldado vuelve a soltar su mantra: “No pueden pasar, el ejército se está ocupando de esto, no se preocupen. Manténgase alejados de aquí”. ¿Robots soldados? No se sabe, el director no indaga más en ello. ¿Torpeza narrativa? Si, puede que sea eso.
También resulta muy gracioso ver a Yongary bailar al ritmo de un blues o rascarse compulsivamente ante las putadillas que le hacen los soldados tirándole algún tipo de gas que no recuerdo.
En definitiva, una pobre y modesta película pero que en ningún momento aburre ni se hace pesada, porque es consciente de sus limitaciones y no intenta ir más allá.
Por PEDRO MARTÍNEZ.
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